domingo, 30 de noviembre de 2014

Sombras del Pasado (Historias de Terror y Misterio nº 1) - Capítulo II


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CAPÍTULO II

Tras un breve descanso y, con la mente algo más clara, se levantó de nuevo, se anudó fuertemente la gruesa corbata negra que llevaba puesta, se abrochó el botón central de su americana y se dirigió hacia la puerta con la única idea en la cabeza de regresar a su casa lo antes posible y dormir unas horas. Cuando su mano todavía temblorosa se apresuraba a abrir la puerta, Jonás apareció súbitamente por una puerta trasera de la que Mario no había reparado de su existencia hasta ese mismo momento, sosteniendo un vaso lleno de lo que parecía ser una infusión.

-¿Se encuentra ya mejor señor? -Dijo Jonás mientras lentamente se acercaba hacia Mario.

-Sí, parece que estoy mucho mejor. Me disponía a regresar a mi casa, aunque, por supuesto, le agradezco que me trajese hasta aquí y que impidiera que cayese al duro suelo –respondió Mario con una sonrisa en su cara.

Mario observó durante unos instantes a Jonás. Su aspecto era intrigante y atemorizador a partes iguales. Su complexión era extremadamente delgada y alta, calculando Mario que tal vez midiese aproximadamente dos metros. Las facciones de su cara estaban extremadamente marcadas, lo cual hacía que las cuencas de sus negros ojos tuvieran la apariencia de ser mucho más profundas de lo que realmente eran, contrastando con la prominencia de su frente y la palidez de su rostro. La mandíbula, en cambio, era estrecha y frágil, por lo que el conjunto de su cara inspiraba un miedo irracional del que Mario no podía escapar. Sus dedos eran largos y huesudos y no dejaban de moverse, haciendo extrañas figuras que cambiaban a cada instante. Pero lo que más inquietaba a Mario era su mirada profunda, vacía y hueca que intentaba desesperadamente sumergirse en lo más profundo de su alma en búsqueda de algo que sólo aquel extraño ser podía saber.

-Sin problema –contestó velozmente –llevaba observándole desde que abandonó el edificio y parecía encontrarse indispuesto. Cuando me estaba acercando para comprobar si todo iba bien usted se desvaneció y por eso le traje hasta aquí. Le he preparado una infusión de hierbas, seguro que le ayuda a recuperarse.

-Gracias de nuevo, pero me siento mucho mejor. Además, tengo que marcharme ahora mismo, tengo cierta prisa -dijo Mario queriendo finalizar la conversación.

-Claro –espetó Jonás con una mueca de dolor -yo también tengo que atender varios asuntos. Ni se puede imaginar todo el trabajo que este edificio da. Le dejo la infusión en la mesa por si quiere tomársela.

-No me apetece, pero mucha gracias por su atención Jonás -Respondió Mario mientras leía el nombre del portero en la identificación que tenía colocada en la solapa de su chaleco verde.

Mario observó aliviado como el sombrío portero se daba la vuelta y, tras dejar el vaso que portaba en la mesa de madera, se dirigía a la puerta trasera de donde repentinamente había aparecido hacía unos minutos. Bruscamente, se detuvo de nuevo y giró su cabeza justo en un punto en donde el flexo de la habitación le iluminaba completamente su cadavérica cara, haciéndola aún más pálida y cubriendo de sombras el resto de su cuerpo. Mario, turbado y completamente desencajado creyó ver a la misma muerte delante de él y quiso salir corriendo de aquella habitación, pero sus piernas no le respondían.

Estaba totalmente paralizado y no había músculo alguno en todo su cuerpo que contestase a los impulsos que su cerebro estaba infructuosamente mandando. Con lágrimas en los ojos, dirigió su mirada a los oscuros ojos del portero que ahora parecían ser del color de la bilis, y así la mantuvo hasta que aquel hombre sacó un papel amarillento de su chaleco y lo dejó sobre la mesilla auxiliar que sostenía el flexo.

-Este papel es suyo señor -dijo con una voz prácticamente inaudible y una sonrisa sombría -se le cayó al suelo justo antes de desmayarse. Por favor, sea más cuidadoso con sus pertenencias, especialmente con aquellas de las que depende su vida.

Mario no pudo articular palabra alguna en ese momento. Quería salir corriendo pero no podía moverse. El miedo le impedía pensar. Ni siquiera entendía cómo había llegado a ese lugar, y ahora se encontraba encerrado en una habitación con un desequilibrado. De nuevo, nada parecía tener sentido. Apretando fuertemente sus dientes y tras haber inspirado profundamente, avanzó tembloroso hasta la mesilla, agarró el papel y retrocedió lentamente sin apartar la mirada de la cara del portero, la cual arrastraba un gesto de desesperación y tormento que Mario estaba convencido no podía provenir de rostro humano.

*photo credit: ravalli1 via photopin cc

sábado, 1 de noviembre de 2014

Sombras del Pasado (Historias de Terror y Misterio nº 1) - Capítulo I

Historias de Terror y Misterio, es una serie de relatos cortos en los cuales se describen distintas experiencias de un personaje anónimo ante situaciones donde, la realidad cotidiana y previsible, se entremezcla con devenires alejados de toda racionalidad. Sombras del Pasado, primer relato de la serie, describe cómo lo que pudo discurrir como otro rutinario y anodino día para un acomodado financiero se transforme, lenta pero inexorablemente, en un conocido y eterno infierno del que, sin percatarse, nunca podrá escapar.

SOMBRAS DEL PASADO



CAPÍTULO I




Cuando la pesada puerta de oscuro y frío acero se cerró lentamente, Mario comenzó a sentir un calor seco y enfermizo que apenas le permitía respirar. Como pudo, salió del edificio y se apoyó en la grisácea fachada de piedra, dejó el maletín de cuero negro que arrastraba en el suelo y con la mirada perdida en el infecto horizonte de los rascacielos que plagan Manhattan, cerró los ojos.

Nada resultaba tener sentido en ese momento para Mario. Los altos edificios se asemejaban unos con otros como lo harían en una pintura de un niño cuando comienza a dibujar. El conjunto de avenidas que atravesaban la isla parecían no conducir a ninguna parte. Las calles no tenían vida, encontrándose absolutamente desiertas y sin huella visible que indicase que alguien hubiese alguna vez transitado por ellas. Todo era calor y soledad. Si bien eran las nueve de la mañana, la luz era tenue, de tal profunda palidez que resultaba imposible adivinar si efectivamente era por la mañana o por la noche. El cielo había tornado, como si de una broma macabra se tratara, de un azul brillante a un rojo plomizo que, al reflejar en los cristales de los altos rascacielos, se proyectaba en las calles haciéndolas de un color anaranjado de tamaña intensidad y viveza, que se confundían con sendas de lava hirviente.

Segundos después, y con los ojos aún cerrados, Mario se colocó las palmas de sus manos en las sienes, apretó lo más fuerte que pudo y, de una sola vez, abrió violentamente los ojos deseando que lo que acababa de presenciar no hubiese sido más que una broma pesada de su sugestionable imaginación. Justo en ese instante, miles de personas se encontraban deambulando de un lado a otro por las mismas calles que hacía unos segundos parecían desoladas y sin vida. Individuos caminando en solitario rumbo a su anodina y trivial jornada laboral en sus oficinas se entremezclaban con grupos de colegiales en su angosta caminata diaria hacia sus clases. Importantes directivos o quizás especuladores de Wall Street leían los periódicos de la mañana bajo la marquesina de la parada de un autobús que, como era habitual, llegaba con algunos minutos de retraso. Incansables vagabundos más ávidos de poder iniciar una conversación con algún ciudadano piadoso que de obtener una limosna, paraban a todo aquel que se dignaba a mirarles a los ojos y con un furtivo “por favor, me puede dar una moneda” suplicaban tener una oportunidad. Estudiantes universitarios en su devenir diario entre la vida real y la tardía adolescencia, corrían por las calles rumbo a la estación de metro más cercana con la vaga idea de poder llegar a tiempo a una clase que ya de por sí, iba a comenzar con su cadencioso retraso.

El día ya había amanecido, la mañana estaba despezándose y la sangre de la ciudad, rápida como lo había sido siempre, comenzaba a correr sin tiempo alguno que perder. Pocos eran los que no corrían, los que no tenían una misión aquella mañana. Todavía se podía contemplar algún que otro jubilado caminando distraídamente, pero con paso firme y decidido, hacía la cafetería donde llevaba desayunando café y tostadas desde hacía cuarenta años. Amas de casa que habían conseguido dejar a sus inquietos hijos en manos de sus perezosos maestros en, posiblemente la mejor escuela de la zona, tal y como contaban ellas mismas a su amigos y conocidos, se dirigían ahora relajadas y despreocupadas de nuevo a sus hogares para comenzar su rutina diaria con las tareas domésticas. Ya aparecía algún que otro turista europeo, casi en su mayoría alemanes, que cargando con una gigantesca mochila a sus espaldas, miraban curiosos aunque no con mucho asombro, todas y cada una de las tiendas que a su paso se encontraban.

Todo parecía desarrollarse con normalidad para un día como aquel martes de abril, si no fuese porque la temperatura era extraordinariamente calurosa para ese mes del año o, al menos, esa era la sensación que Mario tenía cuando salió del edificio Wildbury hacía apenas cinco minutos. Seguía sentado en la sucia acera y recostado sobre la pared, sin acordarse muy bien de cómo había llegado hasta allí y por qué estaba sosteniendo un trozo de papel amarillento en la mano con una dirección escrita de su puño y letra que le era totalmente desconocida.

Confuso y todavía atemorizado, echó un último vistazo al papel y a su extraña dirección y simplemente lo dejó caer al suelo, con la única idea en mente de irse a su casa lo más rápido posible y olvidar todo lo que había vivido en aquella insólita mañana. Así, se ayudó de sus propias manos colocándolas en las rodillas y se impulsó para tomar el equilibrio hasta que ganó la verticalidad. Una leve sonrisa se escapó de sus labios cuando, de nuevo, se comenzó a sentir mareado y sin fuerzas, estando a punto de caer al suelo si no hubiese sido por la ayuda del portero del edificio que le llevaba observando desde que había salido por la puerta. Justo en el momento en que perdía el equilibrio, Jonás le agarró firmemente del brazo con su mano izquierda mientras le sujetaba de la cintura con la derecha. Mario perdió totalmente el sentido en ese momento, despertando diez minutos más tarde en una pequeña dependencia del hall del edificio al que Jonás le había llevado hasta que recobrase el conocimiento.

Mario se encontró solo, tumbado en un mugriento sofá marrón que, posiblemente, llevaba en ese mismo lugar desde que el edificio abrió sus puertas a mediados del siglo XX. La habitación, únicamente iluminada por un flexo de metal grisáceo colocado en una mesa supletoria junto al sofá, parecía ser la portería, probablemente donde Jonás pasaba las noches que tenía que trabajar.

Poco mobiliario acompañaba al sofá, únicamente una mesa redonda de madera repleta de viejos cuadernos de contabilidad y un armario de metal gris, cubierto de polvo y de algunos libros de historia. En la pared opuesta, descansaba un pequeño taquillón con montones de sobres y correo. Mario sintió curiosidad y decidió levantarse, esta vez sin ningún tipo de dificultad. Se dirigió al armario y miró furtivamente a la puerta del cuarto, que estaba cerrada, para comprobar que nadie le observaba. Tras ello, cogió uno de los vetustos libros al azar y leyó el título. “Mitología medieval en el antiguo reino de Castilla. Siglos XIII y XIV. Especial referencia a cultos prohibidos”. Un inesperado y profundo escalofrío le recorrió el cuerpo, decidiendo dejar el libro en su sitio y regresar al sillón para volver a sentarse.

Mario estuvo unos minutos en aquel viejo sillón sin preguntarse siquiera cómo había acabado allí. Recordaba que el portero del edificio le había cogido del brazo antes de desplomarse desmayado, pero apenas podía acordarse de la razón por la cual en aquella mañana había decidido no ir a trabajar, acudiendo en su lugar a unas oficinas que jamás había pisado antes. No obstante, ahora se encontraba mucho mejor. Desde que recobró el conocimiento en aquel cuarto plagado de polvo, los mareos y la sensación de calor habían desaparecido totalmente y la imposibilidad de ponerse de pie se había desvanecido. Sin saber el motivo, una corriente de complacencia y bienestar se había adueñado de su alma. 


*photo credit: an untrained eye via photopin cc