Historias de Terror y Misterio, es una serie de relatos cortos en los cuales se describen distintas experiencias de un personaje anónimo ante situaciones donde, la realidad cotidiana y previsible, se entremezcla con devenires alejados de toda racionalidad. Sombras del Pasado, primer relato de la serie, describe cómo lo que pudo discurrir como otro rutinario y anodino día para un acomodado financiero se transforme, lenta pero inexorablemente, en un conocido y eterno infierno del que, sin percatarse, nunca podrá escapar.
SOMBRAS DEL PASADO
CAPÍTULO I
Cuando
la pesada puerta de oscuro y frío acero se cerró lentamente, Mario
comenzó a sentir un calor seco y enfermizo que apenas le permitía
respirar. Como pudo, salió del edificio y se apoyó en la grisácea
fachada de piedra, dejó el maletín de cuero negro que arrastraba en
el suelo y con la mirada perdida en el infecto horizonte de los
rascacielos que plagan Manhattan, cerró los ojos.
Nada
resultaba tener sentido en ese momento para Mario. Los altos
edificios se asemejaban unos con otros como lo harían en una pintura
de un niño cuando comienza a dibujar. El conjunto de avenidas que
atravesaban la isla parecían no conducir a ninguna parte. Las calles
no tenían vida, encontrándose absolutamente desiertas y sin huella
visible que indicase que alguien hubiese alguna vez transitado por
ellas. Todo era calor y soledad. Si bien eran las nueve de la mañana,
la luz era tenue, de tal profunda palidez que resultaba imposible
adivinar si efectivamente era por la mañana o por la noche. El cielo
había tornado, como si de una broma macabra se tratara, de un azul
brillante a un rojo plomizo que, al reflejar en los cristales de los
altos rascacielos, se proyectaba en las calles haciéndolas de un
color anaranjado de tamaña intensidad y viveza, que se confundían
con sendas de lava hirviente.
Segundos
después, y con los ojos aún cerrados, Mario se colocó las palmas
de sus manos en las sienes, apretó lo más fuerte que pudo y, de una
sola vez, abrió violentamente los ojos deseando que lo que acababa
de presenciar no hubiese sido más que una broma pesada de su
sugestionable imaginación. Justo en ese instante, miles de personas
se encontraban deambulando de un lado a otro por las mismas calles
que hacía unos segundos parecían desoladas y sin vida. Individuos
caminando en solitario rumbo a su anodina y trivial jornada laboral
en sus oficinas se entremezclaban con grupos de colegiales en su
angosta caminata diaria hacia sus clases. Importantes directivos o
quizás especuladores de Wall Street leían los periódicos de la
mañana bajo la marquesina de la parada de un autobús que, como era
habitual, llegaba con algunos minutos de retraso. Incansables
vagabundos más ávidos de poder iniciar una conversación con algún
ciudadano piadoso que de obtener una limosna, paraban a todo aquel
que se dignaba a mirarles a los ojos y con un furtivo “por favor,
me puede dar una moneda” suplicaban tener una oportunidad.
Estudiantes universitarios en su devenir diario entre la vida real y
la tardía adolescencia, corrían por las calles rumbo a la estación
de metro más cercana con la vaga idea de poder llegar a tiempo a una
clase que ya de por sí, iba a comenzar con su cadencioso retraso.
El
día ya había amanecido, la mañana estaba despezándose y la sangre
de la ciudad, rápida como lo había sido siempre, comenzaba a correr
sin tiempo alguno que perder. Pocos eran los que no corrían, los que
no tenían una misión aquella mañana. Todavía se podía contemplar
algún que otro jubilado caminando distraídamente, pero con paso
firme y decidido, hacía la cafetería donde llevaba desayunando café
y tostadas desde hacía cuarenta años. Amas de casa que habían
conseguido dejar a sus inquietos hijos en manos de sus perezosos
maestros en, posiblemente la mejor escuela de la zona, tal y como
contaban ellas mismas a su amigos y conocidos, se dirigían ahora
relajadas y despreocupadas de nuevo a sus hogares para comenzar su
rutina diaria con las tareas domésticas. Ya aparecía algún que
otro turista europeo, casi en su mayoría alemanes, que cargando con
una gigantesca mochila a sus espaldas, miraban curiosos aunque no con
mucho asombro, todas y cada una de las tiendas que a su paso se
encontraban.
Todo
parecía desarrollarse con normalidad para un día como aquel martes
de abril, si no fuese porque la temperatura era extraordinariamente
calurosa para ese mes del año o, al menos, esa era la sensación que
Mario tenía cuando salió del edificio Wildbury hacía apenas cinco
minutos. Seguía sentado en la sucia acera y recostado sobre la
pared, sin acordarse muy bien de cómo había llegado hasta allí y
por qué estaba sosteniendo un trozo de papel amarillento en la mano
con una dirección escrita de su puño y letra que le era totalmente
desconocida.
Confuso
y todavía atemorizado, echó un último vistazo al papel y a su
extraña dirección y simplemente lo dejó caer al suelo, con la
única idea en mente de irse a su casa lo más rápido posible y
olvidar todo lo que había vivido en aquella insólita mañana. Así,
se ayudó de sus propias manos colocándolas en las rodillas y se
impulsó para tomar el equilibrio hasta que ganó la verticalidad.
Una leve sonrisa se escapó de sus labios cuando, de nuevo, se
comenzó a sentir mareado y sin fuerzas, estando a punto de caer al
suelo si no hubiese sido por la ayuda del portero del edificio que le
llevaba observando desde que había salido por la puerta. Justo en el
momento en que perdía el equilibrio, Jonás le agarró firmemente
del brazo con su mano izquierda mientras le sujetaba de la cintura
con la derecha. Mario perdió totalmente el sentido en ese momento,
despertando diez minutos más tarde en una pequeña dependencia del
hall del edificio al que Jonás le había llevado hasta que recobrase
el conocimiento.
Mario
se encontró solo, tumbado en un mugriento sofá marrón que,
posiblemente, llevaba en ese mismo lugar desde que el edificio abrió
sus puertas a mediados del siglo XX. La habitación, únicamente
iluminada por un flexo de metal grisáceo colocado en una mesa
supletoria junto al sofá, parecía ser la portería, probablemente
donde Jonás pasaba las noches que tenía que trabajar.
Poco
mobiliario acompañaba al sofá, únicamente una mesa redonda de
madera repleta de viejos cuadernos de contabilidad y un armario de
metal gris, cubierto de polvo y de algunos libros de historia. En la
pared opuesta, descansaba un pequeño taquillón con montones de
sobres y correo. Mario sintió curiosidad y decidió levantarse, esta
vez sin ningún tipo de dificultad. Se dirigió al armario y miró
furtivamente a la puerta del cuarto, que estaba cerrada, para
comprobar que nadie le observaba. Tras ello, cogió uno de los
vetustos libros al azar y leyó el título. “Mitología
medieval en el antiguo reino de Castilla. Siglos XIII y XIV. Especial
referencia a cultos prohibidos”.
Un inesperado y profundo escalofrío le recorrió el cuerpo,
decidiendo dejar el libro en su sitio y regresar al sillón para
volver a sentarse.
Mario
estuvo unos minutos en aquel viejo sillón sin preguntarse siquiera
cómo había acabado allí. Recordaba que el portero del edificio le
había cogido del brazo antes de desplomarse desmayado, pero apenas
podía acordarse de la razón por la cual en aquella mañana había
decidido no ir a trabajar, acudiendo en su lugar a unas oficinas que
jamás había pisado antes. No obstante, ahora se encontraba mucho
mejor. Desde que recobró el conocimiento en aquel cuarto plagado de
polvo, los mareos y la sensación de calor habían desaparecido
totalmente y la imposibilidad de ponerse de pie se había
desvanecido. Sin saber el motivo, una corriente de complacencia y
bienestar se había adueñado de su alma.
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