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CAPÍTULO III
Por fin pudo salir de aquel cuarto, que curiosamente no distaba en gran medida de la puerta principal del edificio. El hall estaba totalmente vacío, pudiéndose incluso escuchar el eco de los pasos acelerados y torpes de Mario en su desesperada búsqueda de la salida. La inmensa galería de suelo marmóreo y paredes de piedra marrón parecía encogerse endiabladamente a medida que se acercaba a la salida, aumentando su agonía e incrementando su profunda desesperación por alejarse de aquel tétrico lugar. A medida que avanzaba, no podía evitar el mirar hacia su espalda, aterrado por la simple idea de que el portero le pudiese estar siguiendo. Por fortuna, nadie le seguía y en apenas treinta segundos pudo huir hacia la calle, donde todo parecía tener la normalidad de un martes cualquiera a las diez de la mañana.
En
el primer instante en que puso un pie en la acera, le invadió de
nuevo una agobiante ola de calor húmedo que le hizo cerrar los ojos
en una reacción refleja de autoprotección, como si las vivas llamas
de un incendio descontrolado quisieran hacerle presa. Sin dudarlo, se
desató el nudo de la corbata y se la quitó, guardándosela en el
bolsillo derecho de su americana, para lo cual, tuvo que sacar el
amarillento trozo de papel que le había entregado minutos antes el
extraño portero del edificio.
Con
el papel en la mano, se dirigió rápidamente hacia la parada de
autobuses más cercana que pudo encontrar, con la idea que tomar el
primer autobús que le llevase a su casa. Afortunadamente, el 31
tenía allí su parada, por lo que se sentó en el sucio banco en
espera a que el destartalado autobús pasase y acabase la pesadilla
que estaba viviendo. Ni siquiera tenía fuerzas suficientes para
llamar a su trabajo avisando de su falta de asistencia. Al fin y al
cabo, ¿qué podía decir? No se acordaba ni de cómo había llegado
allí ni de qué es lo que había hecho.
Su
mente había borrado cualquier recuerdo. El último dato que llegaba
a su memoria era sobre la noche anterior y todo parecía haber
transcurrido con normalidad. Recordaba haber llegado a su casa sobre
las nueve de la noche, como todos los días, se preparó un sándwich
rápido para cenar y vio un poco la televisión. Nada en especial,
una serie de poco éxito sobre un matrimonio de psicólogos que, sin
embargo, a él le apasionaba. Después, preparó unos papeles y se
fue a dormir. A partir de ese momento, lo único que recordaba era
salir del edificio Wildbury y caer fulminado al suelo. Nada parecía
encajar ni tener sentido porque jamás en su sano juicio hubiese
acudido por su propio pie a un lugar como aquel.
El
calor agotaba cada vez más a Mario, que ya incluso se había quitado
la americana. Tenía los ojos cerrados porque el agotamiento que
sufría simplemente le impedía abrirlos. De vez en cuando miraba
para ver si llegaba el autobús, pero no parecía que su número
fuese a llegar pronto. Desesperado, se levantó lentamente y comenzó
a caminar en busca de un taxi libre.
Cuando
llevaba unos cincuenta metros caminados, observó que un taxi se
había parado y se bajaba de él una señora de unos cincuenta años.
Como pudo, comenzó a correr hacia el taxi con el brazo levantado
intentando desesperadamente que el taxista se percatase de su
necesidad. Extenuado, pudo llegar antes de que el taxi se marchara,
volviendo a abrir la puerta y deslizándose sobre el asiento trasero
del coche. Profundamente aliviado y con la sensación de haber
conseguido una proeza inimaginable, le dio al taxista la dirección
exacta de su apartamento para que le llevase hasta allí todo lo
deprisa que las ordenanzas municipales le permitiesen.
Una
vez el taxista comenzó la marcha, Mario se permitió relajarse y
recostarse, para lo cual ocupó la totalidad del asiento trasero del
coche. Llevaba varios minutos con los ojos cerrados y un dulce sueño
comenzaba a apoderarse de él. El incesante calor continuaba, pero el
taxista había conectado el aire acondicionado a su petición, no sin
antes esbozar un asombro que Mario no lograba comprender. Por primera
vez en toda la mañana, su mente conseguía quedarse en blanco y no
pensar en nada de lo que había sucedido en las últimas horas.
Sin
quererlo realmente, se quedó profundamente dormido durante unos
breves minutos hasta que su teléfono móvil comenzó a sonar
incansablemente. Alterado, se reincorporó y cogió el teléfono. No
era una llamada sino un correo electrónico confirmando una
transacción financiera de la que tampoco recordaba nada en absoluto.
Según el breve texto recibido, la operación por la cual el propio
Mario había invertido la cifra de 200 millones de dólares a las
23:47 de la noche anterior en futuros había sido confirmada. El
asombro era patente en su cara y por un momento pensó seriamente que
toda la cadena de acontecimientos de aquella mañana no podía ser
más que una broma pesada.
Sintió
un pinchazo en el pecho y, asustado, se recostó con fuerza sobre el
respaldo del asiento y respiró profundamente, luchando por
tranquilizarse y serenarse, esperando que una vez se calmara
recordaría todo lo que había sucedido entre la noche del día
anterior y aquella mañana.
El
taxista miró por el espejo retrovisor la extraña conducta de su
pasajero, pero no quiso hacerle ninguna pregunta. Nada de lo que
pudiese ver le sorprendería tras veinte años conduciendo un taxi
por las calles de Nueva York. No era extraño que altos ejecutivos
como parecía ser Mario, cubiertos por un aura de prestigio y dinero,
escondieran bajo sus grotescamente costosos trajes a un solitario e
infeliz alcohólico.
*photo credit: an untrained eye via photopin cc
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