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Vacilante, abandonó el local y pasó los controles de seguridad del aeropuerto. Una vez en la puerta de embarque, se sentó en un pequeño asiento de un grupo de cuatro y esperó con la mirada perdida hasta la hora del embarque. Curiosamente, desde que el siniestro niño le había entregado la tarjeta, el profundo miedo que sentía había desaparecido totalmente y había sido sustituido por una fuerza incontrolable, irracional e inexplicable por llegar al kilómetro 57 de la Carretera Rural 50 de Arkansas. Sabía que tenía que acudir a ese punto y que aquella sería la única forma de sentirse en paz, descansar. Alguien le llamaba. No existía ningún tipo de opción ni de huida. Debía acudir y enfrentarse a la realidad, ya fuese de este o de otro mundo.
No tardó la tripulación en situar a los pasajeros en sus asientos y dar las obligatorias instrucciones de seguridad mientras el piloto llevaba el avión a la pista de despegue. El vuelo no tardaría más de dos horas en llegar a Memphis, y todo el pasaje parecía tranquilo y sereno, incluso Mario, que estaba cómodamente sentado en una butaca de business class. Una de las azafatas le había facilitado un periódico, pero en cuanto el avión alzó el vuelo, lo cerró y lo dejó en el sillón de su izquierda, que estaba libre. Quince minutos más tarde, las luces de cinturones se habían apagado, la cortina que separaba la clase business de la clase turista había sido echada y las otras tres personas que estaban dispersadas en business comenzaban a dormir. En ese momento, Mario se bebió de un sorbo el vaso de bourbon que le habían servido tras despegar y sin poder ni querer resistirse, se vio envuelto en un profundo y tentador sueño a diez mil metros de altura.
La mente de Mario pronto comenzó a volar libre, buscando una salida que permitiese encajar algunas piezas de aquel fatídico día. Poco a poco, lo que parecía un cúmulo de imágenes sin sentido se comenzó a transformar en unos fotogramas nítidos que mostraban un patio trasero de una vieja casa colonial haitiana. La densa y oscura noche apenas permitía ver al grupo de personas que estaba reunido formando un círculo en el centro del patio junto a un vivo fuego. Todos ellos se daban la mano y entonaban canciones tan oscuras como aquella noche. Junto al grupo de locales, hombres y mujeres, estaba Mario en silencio. El cielo apenas moraba estrellas y lo poco que se podía observar era gracias a las llamas de la hoguera.
De repente, el que parecía ser el maestro de ceremonias, se desmarcó y cogió un cuenco vacío. Segundos después, con la mirada perdida y cubierto en sudor, entró en un trance ritual que le llevó a coger un cuchillo y hundirlo en un gallo negro. La sangre caía profusamente desde el cuello del animal que no tardó mucho en perder toda su sangre, la cual fue recogida en el cuenco del Maestro. Con las manos totalmente cubiertas de sangre, se dirigió a Mario y le pintó una cruz invertida en su frente, al tiempo que le daba de beber del cuenco. En ese momento, el Maestro pronunció una incomprensible oración en francés antiguo de la que Mario poco podía entender. Cuando la oración finalizó, el fuego saltó como si alguien lo hubiese avivado con gasolina, tras lo cual, el más abismal silencio se impuso de nuevo. Un sordo golpe retumbó. Mario acababa de caer al suelo, con los ojos en blanco. En su rostro, una visible sonrisa iluminaba la aciaga noche.
*photo credit: ravalli1 via photopin cc
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